martes, 2 de abril de 2024

VIDA COTIDIANA, USOS Y COSTUMBRES EN LA ZALAMEA DE 1425

 


Hemos hablado en otras ocasiones de la elección de San Vicente en aquel año de 1425, pero esta vez vamos a dedicar este artículo a tratar de aproximarnos a como era la vida cotidiana de los zalameños de aquel tiempo, los usos y costumbres de nuestros antepasados que vivieron hace casi 600 años.

 Pero antes de empezar nos situaremos en el contexto histórico de esa época. Había transcurrido poco más  de 150 años desde que Zalamea había sido conquistada a los musulmanes, y después de algunos avatares políticos entre Portugal y Castilla fue incorporada a   este último reino, castellanizando el nombre árabe (Salameh o Salamya)  convirtiéndolo en el que hoy tiene: “Zalamea. Pertenecíamos  entonces al señorío eclesiástico del arzobispado de Sevilla, al que había que pagarle los correspondientes diezmos y tributos.  

En un momento entre 1279 y 1400, Zalamea había adquirido la condición de “Villa”, ya que hasta entonces era reconocida simplemente como “lugar”. No era simplemente una cuestión de nombres; en aquella época había una diferencia notable entre “lugar” y “villa”, el primero era un conglomerado  de casas agrupadas y calles  con una organización y un gobierno muy rudimentario, mientras que la “villa” era una población jurisdiccionalmente reconocida, con sus instituciones y cargos de gobierno ya establecidos que en el caso concreto de Zalamea eran: dos alcaldes ordinarios, de los cuales uno debía quedar siempre en el pueblo cuando el otro se ausentaba; cuatro regidores, equivalentes a lo que hoy son los concejales; un mayordomo que administraba los bienes municipales y un alguacil que hacía las veces de policía. Las decisiones que afectaban al conjunto de la población se tomaban mediante un sistema denominado “concejo abierto” que consistía en reunir en un lugar público a los denominados “hombres buenos” del pueblo  y que solía celebrarse en la calle de la plaza, actual avenida de Andalucía, ante las Casas de Concejo, lo que hoy llamamos Ayuntamiento, o en el porche de la Iglesia. Los “hombres buenos” no eran todos los hombres del pueblo y no significa que los demás fueran “malos”, con esa expresión se designaban a los cristianos viejos que ostentaban la propiedad de tierras o bienes. Por cierto, probablemente la elección de San Vicente se produjo en un concejo abierto que se celebraría aquel 25 de marzo en la puerta de la iglesia. 

Aunque carecemos de datos precisos, podemos decir que en aquellos años la población se agrupaba e torno a un conjunto de calles y casas conformando un triángulo irregular  entre la Iglesia, el Ayuntamiento actual y la Plaza de Talero con una prolongación hacía el norte, Cabezo de Martín y otra hacía el sur por la actual calle Ruiz Tatay; el suelo era de tierra y las casas en su mayor parte de piedras o adobe, en este caso solían enjalbegarse para protegerla de la erosión del agua.  y disponían generalmente de un solo cuerpo en el que se hacía toda la vida, lavarse, dormir y cocinar, y disponían de amplios corrales con paredes de piedras en los que solía haber zahúrdas en las que se podía criar un máximo de dos “cochinos”, conejera, gallinero e incluso un pequeño huerto con el que se ayudaba a la subsistencia de la familia. Las necesidades fisiológicas de evacuación se hacían en el exterior, para lo cual se habilitaba en algún lugar del extenso corral una especie de foso que una vez lleno se tapaba convenientemente. Sólo las familias acomodadas poseían viviendas con una o dos habitaciones. En los alrededores del pueblo había, así mismo, un cinturón  de huertas y terrenos cercados que eran trabajados por algunas familias. También había una importante población diseminada por todo el término entre las que cabe destacar núcleos ya consolidados como El Buitrón, El Villar, Abiud y Buitroncillo, estos dos últimos hoy desaparecidos

Los zalameños vivían entonces especialmente de la agricultura y la ganadería, explotándose las dehesas y tierras comunales denominadas bienes de propios de los que se extraía madera y bellotas, producto fundamental para la alimentación del ganado y también humana, para lo cual todos los vecinos salían en otoño a las dehesas y a una orden del mayordomo elegían una encina y recogían su fruto, no pudiéndose acaparar más de una ni pasar  a otra hasta que no estuviese terminada la primera. Eran también abundantes la viñas, y se cultivaba cereales y lino, este último muy importante porque con él se fabricaba un tejido muy utilizado para confeccionar la ropa de la época. Desde luego había algunos que poseían su propias tierras en forma de “heredades” y que constituían la élite social,  económica y política de entonces. Contaba también el pueblo con una boyada municipal donde los vecinos podían llevar sus propios animales para que fuesen cuidados por un boyero, elegido todos los años y cuyo sueldo pagaba el concejo. Existen indicios de una incipiente industria artesanal de cueros, tejidos de lino, miel y cera. Contaba el pueblo al menos con una carnicería, una panadería y despachos de vino.

Nuestros antepasados se levantaban momentos antes del amanecer. con el canto del gallo o con el toque del ángelus y se empleaban en sus quehaceres habituales en sus propias tierras o sirviendo a algún otro propietario; los niños a partir de los diez o doce años también trabajaban (no había escuelas) y contribuían al sustento de las familias acompañando a sus padres en sus tareas o sirviendo al dueño de las tierras o ganado, trabajo del que regresaban, ambos, padre e hijo,  al oscurecer. Mientras tanto, las mujeres y las niñas desde que tenían uso de razón, se ocupaban de las tareas de la casa y cuidado de sus hijos o hermanos menores, salían a buscar las provisiones necesarias y cocinaban los alimentos o hacían el pan en su propia casa si no disponían de recursos para comprarlo.

Normalmente las comidas del día eran dos, el desayuno al levantarse y la comida principal al mediodía o por la tarde y sólo en algunas ocasiones, si había disponibilidad, se hacía una cena muy ligera,. En todas ellas las gachas  de cereales o higos, las tortas de harina de bellota, las ollas con pies, manos e intestinos de animales, constituían la base principal de los platos, acompañados tal vez por un poco de leche, en ocasiones algo de carne y quizá queso de elaboración propia, alguna vez aderezado con algo de vino que se acostumbraba a beber por la mañana. La fruta era un artículo de lujo .No era habitual el consumo de pescado, pero alguna que otra vez comían  sardinas  traídas en barricas con sal ( de ahí lo de sardinas embarricadas)

En la plaza, ante las propias casas del Concejo, hoy el Ayuntamiento, se instalaba periódicamente un mercado y las transacciones se hacían utilizando los pesos y medidas  controladas por el propio concejo. Para pesar se utilizaba la libra, unos 400 gramo y el almud, aproximadamente unos 8 kilos y para medir líquidos el azumbre, alrededor de dos litros y medio, y la arroba. Para medir distancias nuestros antepasados utilizaban la vara  que medía unos 88 cm, y que era la altura que normalmente debían medir las paredes de los terrenos cercados, vara que habitualmente llevaban los alcaldes ordinarios, antecedente  de la que hoy portan simbólicamente nuestros primeros ediles; también usaban la soga toledana equivalente a unos 8 metros; la soga de medir las majadas y el palmo eran también medidas comunes entre el pueblo y para las distancias largas se utilizaba la legua,  la distancia que podía recorrer un hombre andando en una hora.

Aunque muchas transacciones comerciales se hacía aún cambiando unos bienes por otros, ya estaban en circulación en Zalamea monedas que se  usaban para pagar la carne, el pan o productos elaborados como velas, candiles, cántaros o las multas que imponía el Concejo por la infracción de las ordenanzas en vigor. Las más habituales eran el maravedí, unidad monetaria de referencia, el real de vellón (34 maravedís) la blanca  (medio maravedí) y el dinero (unos siete maravedís)

Como no existían relojes, salvo uno de sol que se situaba normalmente en la fachada sur de las iglesias, denominado “reloj de misa”, nuestros antepasados se regían por la posición del sol, o por los toques de campana que se realizan puntualmente desde el campanario: ángelus, ave maría, ánimas, vísperas y completas. Esta última indica la hora de recogerse. Las calles del pueblo se  quedaban a oscuras y  dentro de las casas se alumbraban con un candil alimentado con una mecha y grasa de animal.

En las casas familiares vivían también los abuelos porque cuando su estado físico o enfermedad les impedía trabajar, su única manera de subsistir era ser acogido por sus hijos o hijas a los que ayudaban en la medida  que les permitía su estado porque no tenían otros ingresos. La esperanza de vida estaba entre los 35 o 40 años, pero eso no quiere decir que no hubiese personas que alcanzaran una edad más avanzada. Cuando algún miembro de la familia enfermaba, no tenemos constancia de que existieran en aquel momento médicos ni instituciones sanitarias,  se aplicaban remedios naturales que se transmitían de padres a hijos y si la enfermedad revestía cierta seriedad se acudían a sanadores especializados (curanderos). Los había que curaban las verrugas, los culebrones, el “mal de ojo”, o el “mal de vientre”, pero cuando alcanzaba una especial gravedad, epidemias de peste, viruela o cólera morbo, se recurría a la religión. Recordemos que el motivo de la elección de San Vicente fue una epidemia de peste, “pestilencia”, según indican las reglas de 1425.

Cuando alguien fallecía, después del correspondiente velatorio, su cuerpo era trasladado envuelto en un paño en unas “andas”, una especie de parihuela,  y eran  enterrados en el interior o alrededores de la iglesia o ermitas, puesto que no había cementerio. La iglesia y la torre  eran más pequeñas que las actuales y solo tenemos constancia de tres ermitas en el término: la de Santa María de Ureña (San Blas), la de San Vicente  y la de Santa Marina en el Villar. Claro que dependiendo  de su estatus social eran inhumados  dentro o fuera del edificio. Como no había servicios funerarios, para que las honras fúnebres, acompañamiento en el entierro, misas por su alma, etc. Se realizaran convenientemente era necesario que se dispusiera de bienes  o que el finado formara parte de alguna hermandad religiosa, que se ocupaba de todo, de lo contrario prácticamente era enterrado en el anonimato en alguna fosa de un lugar discreto.

Estas son sólo algunas pinceladas que nos traen un reflejo de la vida cotidiana de los zalameños en aquel lejano 1425, del que pronto, dentro de dos años, conmemoraremos el 600 aniversario de la elección de San Vicente  como patrón. Seis siglos.

 

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